Alberto García
Tuve la gran fortuna de poder crecer junto a mis abuelos. Ellos siempre trabajaron con sus manos. Uno de ellos se dedicó a arte de la madera y el mimbre durante toda su vida. Desde que era bien pequeño, siempre que andaba con él, me decía que tenía un don para «trabajar con las manos».
A medida que fui creciendo siempre tuve claro que quería hacer algo con esas manos pero no sabía muy bien lo que hacer. A los 18 años entré en la Universidad para estudiar informática. Allí descubrí que detrás de las pantallas, sobre todo había números y muchas matemáticas. Y también descubrí que no se me daban nada mal. Me gustó tanto que decidí aprender un poco más y por eso me adentré en la formación profesional. Quizá partía con ventaja pero en cualquier caso… saqué matrícula de honor (la única en toda mi vida). En esos años profundicé en la programación y sobre todo, me inicié en el diseño de páginas web. Durante muchos años trabajé en oficinas importantes y eso me hizo aprender que cuesta lo mismo hacer las cosas bien que hacerlas mal… y que es mejor hacerlo bien desde el principio. También comprendí que todo sirve. Todo lo que aprendemos tarde o temprano nos ayuda. Lo importante es disfrutar del proceso porque no somos nuestra profesión, somos mucho más… somos los momentos que vivimos, los segundos, las respiraciones… da igual que en un momento dado seas informático o seas masajista o seas otra cosa… Lo más importante es saborear cada instante como si fuera a ser el último.
De forma paralela a mi trabajo, comencé el estudio de lo profundo, de lo que no se ve, de aquello que nos anima y nos da vida… Aquello que en Japón y en China se conoce como Ki o Qi. Durante varios años me dediqué al estudio de la medicina tradicional china: acupuntura, moxibustión, ventosas, fórmulas de plantas, síndromes… Aquello resultaba ser una fuente inagotable de conocimiento. En la medicina tradicional, el masaje también es un arte de curación como lo es la acupuntura o las plantas. Ahí descubrí el TuiNa o masaje chino. Y fue en ese momento en que mis manos comenzaron a darme señales de que lo que quería hacer era algo relacionado con eso. No porque fuera mejor ni peor que lo otro, sino porque ahí sentía que podía dar, que podía ayudar a los demás de forma más directa y precisa.
A partir de ese momento me adentré en el estudio de diferentes técnicas de masaje: reflexología podal, quiromasaje, shiatshu, masaje tradicional tailandés, lomi lomi, masaje abdominal coreano Bok Bu, Zoku Shin Do o masaje de pies japonés y por último, Kobido. Kobido fue mi último descubrimiento pero fue el que despertó en mí una pasión. Una pasión que hoy en día es el motor de mi existencia. El masaje facial transformó mi vida.
Desde ese momento me dediqué a profundizar más y más cada día en ese misterioso arte del masaje facial. Cada tratamiento se convertía en un aprendizaje, en una danza infinita que me conducía a la belleza. Hoy, diez años después, sigo con las mismas o incluso más ganas de seguir aprendiendo nuevas técnicas que nos lleven al mantenimiento de la belleza natural que todos llevamos como seres humanos.
Por último, quiero agradecer a todos los profesores que tuve durante mi aprendizaje, como mi primer maestro de Kobido, el señor Juan y a los que vinieron después, sobre todo a Teresa y al Dr. Shogo Mochizuki. También quería agradecer enormemente a Tania, a Brigitte, a Cheli y a Mercedes por haberme ayudado tanto en este camino que hoy sigue con el aprendizaje de nuevas técnicas como split u osteopatía.
Hoy me siento eternamente agradecido por poder traer belleza al mundo en cada tratamiento y sobre todo, por poder transmitir este conocimiento a otras personas, seres con una gran sensibilidad que con su toque, siguen regando el árbol de la belleza y del amor hacia los demás.